La diple o el puente hacia el sesgo

Una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin […] Eso llegó como todo lo anterior,
como una madeja que se desovilla a medida que tiramos.
Julio Cortázar

Reconozco que disfruto del trabajo. Busco comas desubicadas, tildes desaparecidas y alguna que otra línea viuda a la que hacer de celestina dentro de un buen párrafo en bandera. Sin embargo, lo que más me alegra el día es encontrarme un par de diples bien puestas.

Puente de bambú sobre el Siang (desfiladero en Arunachal Pradesh, Himalayas orientales). Foto de TibetInfopage
Puente de bambú sobre el Siang (desfiladero en Arunachal Pradesh, Himalayas orientales).
Foto de TibetInfopage

La antilambda o diple (>) es uno de los signos más versátiles, a mi entender, dentro del mundo escrito. Siempre relegado al cajón tipográfico de lo auxiliar puede aparecer simple, doble o duplicada, como buscando dar lugar a unas comillas latinas o españolas (« »), encargadas de introducir, entre otras cosas, citas textuales.
Permanecieron en el anonimato hasta que san Isidoro le dio el nombre a su par: diple aviesa (<), por ser la versión «torcida, inversa» del símbolo latino, además de parecer una lambda λ horizontal. Ya en los manuscritos griegos servía para destacar un fragmento del texto o la necesidad de glosar un vocablo en particular.
La diple ha evolucionado hasta su uso actual, con el que indica la etimología de las palabras o señala al editor secciones irresolutas dentro de un escrito. Sin embargo, en los lenguajes de marcado informáticos (HTML, XML, SGML…) la diple es el cap de colla: sin ella, no hay etiquetas y, por tanto, tampoco jerarquía de conceptos, resaltes tipográficos, enlaces, saltos de párrafo ni estructura. Un texto sin diples es, simple y llanamente, plano.

Me resulta muy divertido ver cómo varía la vida de los signos y cómo, según su posición, su necesidad, su relación o concurrencia con otros signos, se va creando el discurso, el texto, la vida a través y más allá de lo enunciado. En el caso de la diple, compruebo con cariño su metamorfosis: desde un estado de voz de alerta en las glosas (versiones beta de los diccionarios bilingües) a la conformación de un signo que esconde indicaciones parentéticas: algo que prefiere ser callado, un silencio más allá del garabato alfabetizado. Pienso en su resurrección tipográfica en manos de las nuevas tecnologías y me la imagino convertida en toda una Liberté guidant le peuple a hombros de un gigante.

Dicho esto, me reitero: disfruto del trabajo. Por eso, además de corregir y traducir, doy clases de literatura. Hace poco, en una de esas tutorías, hablábamos sobre qué hacer con la contemporaneidad de ciertos autores o textos que no encajan en ninguna de las etiquetas de la Literatura (entendida al histórico modo). Todo lo que no cumple expectativas del momento quedaba encerrado entre diples-simples-que-simulan-corchetes. Es decir, que al margen de ese ojo del huracán literario que, supongamos, va conformando la tradición y el canon, a todo lo que hay detrás de esa barrera llamada margen se le destina al ya-lo-pensaremos-otro-día-ponlo-entre-diples-que-p’al-caso-es-lo-mismo.

Varios de los manuales que manejaban los chicos continuaban utilizando binomios como «centro-periferia» (manuales bien recientes con terminología un pelín pasada). En ellos, las diples esposaban nombres como Cortázar, Onetti o Rulfo. Pánico en la clase, nadie entiende nada. Profesores y alumnos escandalizados, ¡cómo puede ser! ¿Cortázar descentrado? ¿Pedro Páramo aún más marginado? ¿Los grandes ases de la baraja no son el centro? ¿Pero entonces quién repartía el bacalao?

Trato de imaginar qué escribiría hoy aquel que miró al sesgo hace cincuenta años y acertó en alertar que Rayuela era una de esas aviesas diples de la literatura. Quizá pensaría lo mismo que nosotros cuando el cajón de-sastre de trending topics, FF, reboots, recons, collages, mashups… desemboque en el cauce de la tradición para un futuro Bloom. Quizá los tuits de hoy supongan las greguerías vanguardistas de los próximos años 80.

O quizá piense que no se ha entendido nada. Si hace ya más de medio siglo que calificamos a Cortázar o a los integrantes del grupo Oulipo (Perec, Queneau, Calvino, Duchamp, Le Lionnais…) como regeneradores del sistema tradicional literario, ¿por qué seguimos examinando con preguntas como «identifique el fragmento y ubíquelo dentro de su obra cuentística»? ¿Por qué hacer esto cuando son entropía y antilambda por excelencia? Podría ser que el centro haya alcanzado la periferia… o que estas taxonomías nunca hayan sido más naturales que las fronteras políticas… o, peor, que en realidad nunca haya habido compartimentos estancos.

La respuesta a qué supone ocupar un puesto más o menos reconocido dentro de un sistema cultural no está (o no debería estar) relacionado con un mayor o menor éxito mercadotécnico, sino con la destreza al arrancar ciertos pedazos de materia amorfa para darles sentido, desbrozar el camino viendo más allá. Tender un puente hacia lo aún no conocido como la diple que anunció a Aristarco de Samotracia que aquel verso de Homero necesitaba ser reinterpretado…

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